19/8/09

¿Qué hago con los defectos de mi cónyuge?


Descubrir que los defectos del marido, o por lo menos lo que se consideran como defectos, no son actos que él realiza precisamente para “molestarme” es de capital importancia. Así como se lucha por desarraigar defectos personales, que se me presentan como insuperables y de los que fácilmente me justifico, igualmente él tiene su propia lucha que no debo descalificar y “evaluar” frívolamente.

“Marido y mujer, movidos por un amor más templado y de más quilates, luchan efectivamente por evitar todo aquello que pudiera perturbar la paz y la armonía familiar; no cambian de manera radical excepto en ocasiones muy contadas, porque esto es muy difícil entre los seres humanos; pero mejoran: buscan los medios para hacer que aquellos detalles que en buena medida no pueden soslayar, se tornen para el otro cónyuge menos gravosos”.[1] “En cambio si se dramatiza los pequeños contrastes y mutuamente comienza a echarse en cara los efectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño”.[2]

a. La donación de uno mismo sólo cabe exigírsela a uno mismo.

Qué gran libertad interior trae a la vida matrimonial, tomar la decisión de ver solamente los defectos propios y los méritos del otro. Como dije anteriormente, esta actitud no se improvisa, requiere esfuerzo de la inteligencia para no juzgar, y de la voluntad para querer tener deseos de vivir en positivo, aún en medio del cansancio, de la fatiga de una enfermedad prolongada, o de las contrariedades económicas. Pero es algo que se puede lograr con réditos muy positivos para la familia, y los primeros beneficiados de ésta actitud son los hijos. La mejor forma de transmitirles un aprendizaje significativo, es con el ejemplo. Requiere mucho dominio propio, pero es algo que no resulta cansado porque se hace por el bien del otro; como cuando una madre se levanta en la madrugada a dar la medicina al hijo, ni siquiera se cuestiona si es cansado o no, se hace por amor y porque es lo mejor para el otro.

Para fundamentar lo anterior me permito citar a Borghello en el libro Crisis del amor, que enuncia lo siguiente: “si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo”. Continúa diciendo: “Siempre existe algo en el tono de la voz, en el modo de recriminar, en el de presentar el problema, etc., en que yo puedo mejorar. Por lo común basta que yo lo haga para que la otra persona también cambie. Si no sucediera así, después de algunos días de mudanza real por mi parte, es conveniente hablar: se reconocen los propios errores pasados, se hace notar que de un tiempo a esta parte ha habido un avance y, a renglón seguido, se pide al cónyuge una pequeña transformación que facilite el amarlo con los defectos. Una vez hecho esto, si el otro está de acuerdo, lo más importante ya ha sido llevado a término. Sin duda, sería exagerado pretender que desde ese momento no caiga más en el defecto admitido; basta que luche. Lo importante, con el arte del diálogo, es que cada uno reconozca las propias deficiencias sin necesidad de encarnizarse en las de la pareja”.

Tres ideas claves que dan luces a aquellas personas que quieren solventar las dificultades en la comunicación y la convivencia familiar.

1. Yo debo cambiar primero.

Ante una dificultad de relación, deberíamos saber que hay una sola persona sobre la que es preciso incidir para mejorar la situación: Uno mismo!. Y esto siempre es posible. Habitualmente, en cambio, se pretende que sea el otro cónyuge, cosa que nunca se logra. Esto es válido para la relación con el cónyuge, y para algunos momentos difíciles por los que suele atravesar nuestra relación con los hijos. Es parte de nuestro conocimiento de ellos, saber qué les molesta en los planteamientos que hacemos, saber porqué reaccionan a la defensiva ante ciertos comentarios, etc. Lo cual, también es totalmente válido en el ámbito educativo.

2. Preocuparme por entregarme yo al otro.

Es decisivo mantener una voluntad radical de donación de sí mismo al otro. A menudo, los cónyuges se dedican a calibrar el amor del otro, la entrega del otro, con lo que devalúan la incondicionalidad de su propia entrega. La donación de uno mismo sólo cabe exigírsela a uno mismo. La del cónyuge es asunto suyo, de saber amar. Y no se obtendrá reclamándosela, sino creando un clima de entrega. Es necesarísimo enfatizar en este punto: amamos a la persona por lo que es, no porque cambia tal o cual defecto. No manipulamos el amor, cambiando nosotros para que cambie el otro, cambiamos incondicionalmente, porque mi cambio es lo mejor que puedo otorgarle de mí misma al otro.

3. Animarlo al cambio, no pretenderlo.

Es inútil y contraproducente pretender que el otro cambie como digo yo y porque lo digo yo. Cabe animarle y ayudarle a mejorar, pero no pretenderlo. Puede asegurarse que muchas familias fallan porque cada cual está convencido de que es el otro quien debe cambiar, o al menos ha de hacerlo en primer lugar.

Como corolario, quiero recalcar que para cumplir con los propósitos que cada pareja, o familia se proponga, debe existir una actitud básica. Me refiero a la habitual disposición de perdonar, e incluso antes, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado, para llegar a la paz y al cariño. La humildad es la virtud que nos ayudará a recorrer este camino del amor verdadero. La familia es el lugar del perdón, y se debe educar a los hijos para saber perdonar y comprender; para pasar por alto y olvidar. Esto les va a ser de gran ayuda en los días difíciles del matrimonio y de la vida. Así se educa para la Vida!


[1] Le esencia del amor humano, Tomás Melendo

[2] Conversaciones con Mons Escrivá de Balaguer, Josemaría Escrivá de Balaguer

¿Cómo me distancié de mi cónyuge?

1. Las consecuencias de negar el propio ser

Quien no acepta a Dios, no sólo se aleja paulatinamente de El, sino que se desconoce a sí mismo como la persona que es y está llamada a ser. Se torna incomprensible o absurda para sí y esta ceguera es compatible con la desesperación y la tristeza, y la

manifestación en la vida natural de ello, es cargar con una vida angustiosa, carente de sentido. La persona que uno es sólo se conoce en coexistencia con Dios, porque como persona nadie es producto de sus manos, ni de sus padres, ni de la sociedad, etc.

No verse a sí mismo en correlación personal con Dios es admitir la ignorancia de la intimidad. Esa ignorancia lleva a considerar a cada quien como un fundamento

independiente y aislado, lo cual falsea la coexistencia con las demás personas. No aceptarse uno como la persona que es y que se está llamado a ser, y consecuentemente no responder a tal proyecto, tiene una implicación relacional, porque tampoco aceptará a los demás como son. Esta es la actitud que se describe como soberbia. Esta acarrea un falso y deteriorado conocimiento del mundo, una voluntad débil, y lo que es peor aún, una ignorancia acerca del sentido de la propia vida personal y de su trascendencia, y una imposibilidad de amar, pues esa vida y esa visión del mundo, se vuelve absurda, porque no se puede amar lo que no se conoce. El sentimiento interior es la tristeza personal. Es lo que hace el amor y la comunicación un imposible. Al final acaba despersonalizándose, agostando definitivamente su sentido personal, puesto que libremente no quiere asumir quien es.

Podemos preguntarnos ¿cómo se forja el mal? Por ejemplo, para despreciar uno tiene que emplear su inteligencia, pues debe criticar, juzgar negativamente, y debe emplear asimismo su voluntad, pues rechaza el bien real ajeno. Si se encausa la inteligencia y la libertad por esos derroteros es porque uno libremente quiere. Entonces, el mal de la inteligencia se adquiere juzgando de modo contrario a como son en realidad las cosas. Así, si uno piensa que todo es opinable falsea su inteligencia, pues ésta anhela la verdad y sólo en orden a ella crece; si uno es crítico respecto de todo, la inteligencia se estanca, no crece, gira siempre en el mismo plano horizontal, deja de anhelar más verdad y se aburre. De modo que no parecen muy acordes con la naturaleza de la inteligencia humana las discusiones empecinadas, las disputas, las rencillas, la “opinionitis”, el relativismo, el zanjar prematuramente la deliberación sin sopesar suficientemente los pros y contras de una acción.

El mal de la voluntad se adquiere no queriendo que tal o cual bien real que existe sea tal como es, sino de otra manera, es decir, inventando otro orden de jerarquía en los bienes reales, por ejemplo, no querer que la promiscuidad sea inconveniente para la naturaleza humana; querer que la profesión valga más que la familia, el cónyuge o los hijos, etc. No, lo real está jerárquicamente ordenado según una escala hegemónica de bienes, siendo así que la distinción entre ellos consiste en que unos son superiores a los otros. Relegar esa escala real a una cuestión de gustos, caprichos, o manías, es falsear la voluntad. Pero quien pierde es el que comete esos atropellos, porque la falsedad de su voluntad, al igual que la de su inteligencia, queda en él; eso es un mal más grave que el que se produce externamente con unas acciones cometidas carentes de sentido.

El conocimiento del actuar de las potencias superiores nos debe motivar para que libremente queramos evitar meternos en “razonadas sin razones” que drenan la comunicación en la familia, con el cónyuge, los hijos y cualquier tipo de relación personal. Por eso resulta imprescindible una correcta antropología, puesto que una sociedad que menosprecia el conocimiento de la raíz y el fin último del ser, acaba por disolver, en la teoría y en la práctica el fundamento mismo de la excelencia de la persona humana. Luego, “el deterioro de la familia es una consecuencia ineludible del menosprecio del ser”.[1]

2. El amor es personal y personalizante.

a. “Cuando me elegiste, salí del anonimato”

“La caridad no la construimos nosotros; nos ha invadido con la gracia de Dios; porque El nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Luego, estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre”[2].

Una de las experiencias que difícilmente alguien olvida es la primera vez que cae en la cuenta que Dios es Padre, un Padre personal, “mi Padre”. Porque la relación con Dios te saca del anonimato; ahora existe la certeza de la cercanía de Dios, Dios se ha fijado en mí y me ha escogido. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, cuenta como esa experiencia suya sucedió en un tranvía, y cómo repetía como loco, Abba Pater, Papá Dios. Sin duda que muchas personas pueden contar su propia historia al respecto con gran cantidad de matices, pero el común denominador será siempre haber experimentado una cercanía particular y personal.

Esta experiencia es la misma, -en vista de que solo tenemos un corazón para amar a Dios y a los hombres-, que la de los enamorados. Recuerdo la primera vez que presentaba a mi novio –hoy mi esposo- a mis abuelitos, yo salí de la casa para encontrarlo entre la multitud que caminaba por las calles. Aquel rostro que parecía “borrado” entre la multitud, ahora resulta único, singular, irrepetible. No es un rostro cualquiera, es el de la persona que amo, puedo intuirla desde la lejanía, por su manera de caminar; conforme se acerca, se incrementa la seguridad, es él, por su contextura; y al final, no me cabe la menor duda, es él…su cara, su sonrisa, sus ojos, su voz!. Conforme vamos conociendo mejor a quien amamos, el amor va siendo cada vez más personal. Deja de ser un ideal, y empieza a ser real. Jamás olvidaré la vez que estaba necesitando de la ayuda de mi esposo, era una madrugada y el niño no se dormía. Ahí estaba yo batallando, mientras él dormía plácidamente. Luego pensé, ¿qué pasó con el hombre servicial con el que me casé? ¿dónde se fue?, la respuesta me llegó como una gran luz, “está aquí, no te casaste con un ideal, es un hombre de carne y hueso que debe salir a trabajar mañana!”, ésta fue una luz que me ayudó muchísimo para afrontar con un realismo optimista mi vida de esposa y madre. Es también la experiencia de las madres que ven a sus hijos recién nacidos, todos sus rasgos quedan como grabados con un sello, en la retina de su alma. Ese rostro no se podrá olvidar jamás. El hijo dejó de ser la imagen de un ultrasonido, y se convierte en la imagen de un ser único, irrepetible, de carne y hueso, real. Se podría describir esta experiencia como la de un encuentro.

En el matrimonio decimos que hay un encuentro, cuando existe un entretejido de dos realidades que se enriquecen mutuamente. Yo tengo unas posibilidades de explicar una cuestión. Y tú otras. Yo te ofrezco las mías y tú a mí las tuyas. Ambos las recibimos activamente y creamos un diálogo. Este diálogo es un encuentro. Y las condiciones para que exista el encuentro son: la apertura de espíritu, generosidad, afán de compartir, voluntad de crear algo en común. Recibir las posibilidades que el otro me ofrece supone de mi parte, capacidad de estar a la escucha, sencillez para admitir que soy menesteroso y necesito colaboración.[3] Es saber que mi vida no sería la misma sin tu vida. No es una yuxtaposición de realidades, como la del “ratón” sobre el escritorio. Es un encuentro entre personas, donde cada persona es amada por lo que es.

b. El amor maduro.

Existe un encuentro inicial con la persona de la que nos enamoramos, alguien que es único, irrepetible, que se convierte en mi proyecto personal de vida. En el caso del eros, la persona de la que nos enamoramos es atrayente, en su feminidad o virilidad. En primer lugar, enamorarse es algo que a uno “le ocurre” sin previo aviso, o sin que uno se hubiese dado cuenta de que estaba pasando: es algo gratuito, es decir, no elegido, no merecido y “gratis”, regalado (la persona amada es vista como regalo). La “chispa” que surge en el enamoramiento es algo así como “somos un regalo el uno para el otro”. Enamorarse es gratuidad inmerecida: se me da el otro, y yo me doy a él.[4] Es decir, “dónde estabas todo este tiempo”. Existen tres sentimientos iniciales: conmoción, alegría y amor. La felicidad proviene de descubrir que el sentido de nuestra existencia es la afirmación del otro y nuestro unión con él. Cuando esta fase de conmoción inicial pasa, es importante que exista un conocimiento más profundo de ambos, que tendrá como resultado no querer separarse del amado. En esta fase, llamada noviazgo, uno va sopesando las posibilidades reales de unir las vidas en una sola, puede que se concrete o no, por eso es importante el conocimiento mutuo. Me sorprende mucho que los jóvenes novios hoy en día, no hablan, van al cine, ven una película en la casa, pero no se conocen en realidad. Yo recuerdo haber compartido con mi marido, cuando éramos novios, un libro sobre la familia, sobre las relaciones con los familiares, qué pensábamos de los hijos, etc. Debo reconocer que nada de los planes que hicimos fue como los esperábamos; tuvimos dos hijos, y enfrentamos la muerte de tres, y luego no pudimos tener los ocho hijos que habíamos soñado. Pero lo que sí permaneció fue el deseo de que nuestro hogar tuviera como fundamento el amor a Dios, y que de allí manara nuestra entrega y fidelidad mutua. Conocer lo que pensábamos en este sentido fue de vital importancia.

En el propio enamoramiento se contiene ya lo esencial del amor específico con que un hombre y una mujer se sienten llamados a amarse. Ese amor, incoado como eros, se realiza y expresa como amor conyugal, y las dos notas esenciales que contiene desde el inicio son la exclusividad y la perpetuidad, el “uno con una” y el “para siempre”. Es un amor que ama a la otra persona, como tal, por ser quien es, a través de su sexualidad; y se da en tanto que el otro corresponde de la misma manera, con la donación de la propia persona y de la propia y complementaria sexualidad. Respecto a la exclusividad, no son necesarias muchas explicaciones, pues nadie que ame en serio a su enamorado tolera a un “tercero” en su relación. Si se ama a un ser humano se le ama entero, no se le puede dividir en partes.

Hace unos días estuve conversando con unos amigos musulmanes, se presentó la oportunidad de hablar de la vida familiar dentro de su cultura. Al cabo de unos minutos, compartieron sin ninguna reserva, la conmoción que les ocasionó cuando su padre decidió buscar otra esposa más joven que su madre, para casarse con ella. Ellos están convencidos, de que el amor es exclusivo y para siempre, lo que prueba que esas notas esenciales del amor, que son dos caras de la misma moneda, no son un invento de la sociedad occidental, ni un capricho de los católicos. Es de ley natural.

Solo el amor exclusivo y perpetuo es un amor total, y sólo el amor total llena de verdad a la persona.

El modo de realizar la exclusividad y la perpetuidad dista de ser automático o fácil. Es preciso edificar el amor conyugal sobre la voluntad, y no sólo sobre el sexo y el sentimiento afectivo. La vida sexual es sólo una parte del amor conyugal. Una vez oí a un sacerdote decir que la sexualidad es una puerta que se abre hacia fuera, y por ser puerta es sólo una parte de la casa; que además se abre hacia fuera porque no me busco a mí mismo sino la felicidad del otro. “Cuando se toma la vida sexual demasiado en serio, fácilmente decepciona. Cuando se toma con una pizca de ironía, como algo que no es oportuno o posible vivir siempre y de cualquier modo, y por lo que no merece la pena cargarse de excesivas preocupaciones, entonces es cuando empieza a ser satisfactoria, porque es desinteresada. El eros nunca pierde la actitud contemplativa hacia la persona amada: la admira aun en su debilidad y en sus momentos menos “seductores” (cuando el otro envejece, está cansado, engorda…). Es más, cuando estos momentos llegan, la ama aún más, o al menos la sigue amado, e incluso la socorre: le “presta” su fuerza propia”.[5] El amor como gozo deja de serlo si no se convierte en el amor como tarea.

Si no aprendemos a convivir con quienes amamos, enseguida dejaremos de amarlos. La convivencia con ellos no puede ser un continuo placer, y en ocasiones está llena de detalles prosaicos que un idealismo mal entendido puede hacer olvidar. El idealismo de un amor despersonalizado. Pero hay un ideal que debemos cultivar, el ideal de ser mejores. Ese ser mejores, no está en función de uno mismo, sino en función de los demás. Se ejercita la paciencia, para hacer al otro la vida más agradable, la tolerancia, y el buen humor; la humildad, para saber pedir perdón; el servicio, como manifestación de la entrega, el orden, etc. Así resulta agradable la convivencia en la familia. Las virtudes no son actos que se improvisan, requieren esfuerzo, y deseos de comenzar y recomenzar cada día, a cada momento. Por sobre todas las virtudes, está la caridad, es con el amor que se llega a ser el artista clarividente que ve en el bloque de mármol, la más bella figura humana, sólo así podemos descubrir y trabajar en el otro para hacer de él una mejor persona. Pero el amor “no trabaja sólo”, viene con la esperanza y la fe, no podemos desligar éstas virtudes de nuestro quehacer educativo, en el hogar y en el aula. El cónyuge, los hijos y los alumnas, incluso nosotros mismos, necesitamos creer que se puede, necesitamos contar con la confianza de aquellos que amamos y la esperanza que nos anima a comenzar una y otra vez sin desanimarnos.

El amor hace posible disculpar los enojos del otro hasta el punto de decir “es que no es él, cuando se enoja”, porque sabemos que es sólo un episodio aislado, porque lo conocemos y sabemos cómo es realmente. Es la caridad la que nos impide que los defectos tomen la delantera sobre las cualidades de nuestro cónyuge y también de nuestros hijos. El que ama busca cómo dar lo mejor de sí al otro en cuanto otro. Por eso el que ama sólo busca amar al otro como él necesita ser amado, y no como yo quisiera amarlo. Una verdad que a veces se descubre con las lágrimas de la renuncia, pero que buen sabor a tierra fecunda!, no pasa nada y no se hace drama, porque ahí está la simiente del amor maduro.

Sólo así se es capaz de impulsar la voluntad para que quiera querer en los momentos difíciles. Esa cualidad “elástica” de la voluntad, que hace que ella vuelva sobre su propio acto de querer, es la que nos ayuda a tener una actitud de agradecimiento y a mantener viva la llama del amor. Es la que evita llevar una contabilidad de “yo te he dado y tú no”. La que nos ayuda a recordar por qué nos enamoramos del cónyuge y por qué quisimos quererlo para siempre. Además refuerza la decisión de mantenernos en el barco a pesar de la tempestad. La fidelidad solo es capaz de demostrarse en el tiempo, y para ello es necesaria la perseverancia. La entrega de la propia persona representa la más realista culminación del amor.




[1] Familia sé lo que eres, Tomás Melendo

[2] Amigos de Dios, Josemaría Escrivá de Balaguer

[3] El amor humano, Alfonso López Quintás

[4] Fundamentos de antropología, Ricardo Yepes/ Javier Arangueren

[5] Fundamentos de antropología, Ricardo Yepes/ Javier Arangueren

La esencia del amor humano



“Mientras que en algunos sectores de la vida se aplica una racionalidad máxima, como en los negocios, la economía, la profesión, o el trabajo, y se ignora completamente la afectividad. En otros como el tiempo libre, las relaciones humanas, el amor, existe una dejación absoluta de la inteligencia para abandonarse a un sentimiento sin consistencia”[1].

Sin embargo entre todas los acentos, y significados que se le puedan dar a la palabra “amor”, hay uno que destaca como arquetipo por excelencia, y es el amor entre un hombre y una mujer. Lo que nos lleva a hablar sobre un amor de donación, personal y vínculo de toda familia humana. Por tanto, enseñar sobre la esencia del amor humano, comprender lo que significa amar, es poner a la persona humana en la vía de la felicidad verdadera.

¿Qué entendemos por amor?. Según Aristóteles es: “querer un bien para el otro...en cuanto otro”.

En esta definición se encuentran varios actos que son importantes de analizar. Por el momento debemos decir que: “lo que más necesitamos, además de existir, es ser amados por otra persona”[2]. Recíprocamente, cada uno necesita amar a otras personas. Esta realidad es confirmada por una experiencia universal de la que cada uno de nosotros se siente protagonista.

El amor es el acto específico del alma espiritual; pero la persona humana también es corporal, por eso su alma cumple simultáneamente en cada acto funciones que son vegetativas, sensitivas e intelectivas o espirituales. Ahora bien, la persona no ama porque tiene cuerpo, sino porque está dotada de alma espiritual. Sucede lo mismo, en sentido inverso, con las operaciones que son de la persona pero que realiza precisamente porque es corpórea; por ejemplo el alma es la causa del latido del corazón, pero una persona tiene corazón porque es corpórea.

Si el amor es personal, habrá que entenderlo como don sincero y generoso de sí a otra persona considerada como tal, persona. O también como aceptación de una persona..

Si el amor es personal, quien ama no es algo de alguien (su voluntad sus afectos, etc.) sino alguien. A su vez, a quien se ama personalmente no es algo de alguien (su cuerpo, su belleza física, su simpatía, su ingenio, su dinero, etc) o algo para alguien (regalarle unas flores, invitarle al cine, o a una pizzería, etc.) sino a alguien. Entonces las relaciones sexuales no son la causa del amor, sino que debido al amor de entrega y donación entre el hombre y la mujer existe el amor sexuado.

Amar es dar, y no cabe dar sin aceptar. Pero amar no es dar o aceptar cualquier cosa, sino darse y aceptarse: otorgamiento y aceptación personal. Se trata de amar y aceptar a una persona distinta, queriendo, además, que tal persona responda cada vez mas a su propio proyecto como persona irrepetible. Sino se comprende quien es la persona que tenemos delante, no se la puede amar personalmente. El dar respecto de un quien que se ignora, que no se conoce, es perder el tiempo.

“De ahí que la afectividad humana esté ordenada a amar primero a las personas. Se dirige, además, a la persona como tal, no a un aspecto de ella ni a la suma de todas sus cualidades; apunto al ser único que cada persona es”.[3]

1. El amor, vínculo de la familia.

“El amor personaliza cuanto ama”. Unamuno.

La dignidad del ser humano radica esencialmente en haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. La familia es una institución natural querida por Dios desde “el principio”, El la instituyó como icono de su amor. Dios que es amor vive en sí mismo un misterio de comunión personal, y el matrimonio es un reflejo de esa comunión a la que está llamado el hombre. “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne”. Esa unión, en virtud de su complementariedad, y su entrega mutua, es tan profunda, que hace de los dos “una sola carne”, y por tanto indivisible, como la propia carne que no se puede separar, y exige fidelidad exclusiva y perpetura, no pueden ser otra carne, porque son una sola.

En efecto, al margen del hombre, ninguna especie animal forma una familia. La unión estable entre un hombre y una mujer vinculados por el amor y el cuidado de los hijos distingue al hombre del resto de los mamíferos superiores. Por tanto, salta a la vista que pretender igualar en esto al hombre con los demás animales es un despropósito.

El ser humano es un ser libre, y el amor para que sea verdadero debe ser libre, igualmente que cualquier acto educativo, o educamos en libertad o no hay educación. ¿Por qué el hombre es capaz de familia? Porque ama. El amor es el carácter personal que vincula a las personas entre sí. Sin ese vínculo no cabe familia. La familia natural nace del amor personal, manifiesta el amor personal y se encamina al amor personal. En la familia la persona es amada por lo que ella es. Es importante resaltar este punto, pues es el quicio de la vida familiar.

Hoy en día, existe el peligro de la manipulación del amor, y muchos padres de familia confunden la exigencia amorosa que comporta el buscar el bien del otro, con un mero resultado satisfactorio a nivel académico. El amor queda como condicionado a los resultados que pueda aportar el joven o el niño, en su rendimiento estudiantil, que además debe satisfacer los requisitos definidos por los padres, sin tomar en cuenta el progreso o esfuerzo del estudiante. Esta una situación con la que los educadores nos encontramos más frecuentemente de lo que quisiéramos. Padres que no comprenden

la exigencia más que en la dimensión técnica de la inteligencia. Los padres deben saber cultivar la confianza en los hijos, para desarrollar en ellos la apertura a compartir sus inquietudes, dificultades y desacuerdos. Es la confianza la que desinhibe al hijo del temor al rechazo y genera la seguridad de saberse amado por lo que es.

El amor familiar es un amor natural; en él los lazos de sangre producen un afecto que aumenta con el paso del tiempo. La propia naturaleza, al traer hijos, pide que la familia sea indisoluble. Una familia soluble no es tal, sino un grupo episódico, nacido de un acuerdo temporal. Nos podemos preguntar ¿hay relaciones humanas nacidas para durar toda la vida?, si los que proponen el divorcio como alternativa cuando la lucha cuesta, dicen no; podemos rebatir con el hecho evidente de la paternidad y maternidad respecto a los hijos, esta relación es para toda la vida; entonces ¿cómo no va a serlo también en el caso del padre y la madre entre sí?.

No tener familia significa no ser hijo de nadie, ser huérfano, estar desvalido. La orfandad suele traer consigo diversas formas de miseria. La más grave de ellas es la miseria afectiva: carecer de seres a quien amar y por quienes ser amado. Vivir solo es prescindir de la familia. Un hombre sin familia es normalmente desgraciado, aunque no lo reconozca. [4]

Sin familia no hay persona ni posibilidad de crecimiento en cuanto persona. La familia no solo es necesaria para que la persona se perfeccione, para que crezca su condición personal, es imprescindible para que la persona sea, para que encarne su propio ser personal. [5] No obstante, formar una familia, no es necesario sino libre, y está claro que lo libre es superior a lo necesario. Por lo tanto si formar una familia es libre, es porque la familia es un rasgo distintivo del ser personal cuyo distintivo es la libertad.[6]

Para cualquiera que haya experimentado una enfermedad prolongada, un fracaso económico, una contrariedad, una humillación, o incluso el haber fallado y reconocerlo, sabrá que no hay nada más consolador y sanador que llegar a su hogar donde lo aman, lo perdonan, lo acompañan, lo comprenden y sobre todo donde encuentra un amor lleno de esperanza, buen humor y sentido deportivo. Las relaciones familiares nutren del sustento que toda persona necesita para ser feliz, siempre y cuando estén orientadas a amar a la persona por lo que es, y más aún por lo que será.

2. La entrega y la sexualidad en el matrimonio.

Si se cree que el hombre es de nadie y para nadie, el mismo hombre es absurdo para sí y con él también su sexo. Sin comprender a fondo a la persona humana no parece que se pueda entender ni la sexualidad ni su uso. Por eso, el acto sexual, no se comprende si se desliga del amor personal, puesto que la persona es amor. Sin descubrir el sentido de la persona humana es un absurdo hablar del sentido de la sexualidad; de modo que al margen del reconocimiento del origen y fin propio del ser humano, el uso de la sexualidad carece del sentido personal, pues el hombre es más que su sexo, y la felicidad más que el placer sexual [7].

Existe hoy en día una mal entendida liberación sexual, que está más relacionada con dar rienda suelta al apetito sexual, que al sentido verdadero de la libertad. Esta presunta “libertad” no respeta, ni responde a la libertad personal, propia de la naturaleza humana, pues acaba sometiéndola a la esclavitud de las pasiones, y termina por despersonalizar e instrumentalizar a la persona convirtiéndola en mercancía. Desde ese momento se puede hablar de deseo, de placer, de medio, pero nunca de amor personal.

El modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro “sexo”, se convierte en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. En realidad, éste no es propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este modo considera su cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a su manera intenta convertir en agradable e inocuo a la vez” [8].

El amor personal es un don, y el uso de la sexualidad es la disposición del cuerpo que permite manifestar la mayor donación y aceptación amorosa natural entre personas. Por lo tanto, el acto sexual es al mismo tiempo una donación y una aceptación del otro. También por eso, un amor sexual no abierto a engendrar no es personal, sencillamente porque erradica, de entrada la aceptación de una nueva persona, el don por excelencia. [9]

Por lo tanto el eros debe ser purificado a través del dominio propio y la renuncia, para que la persona sea libre de manifestar el amor ocupándose y preocupándose del otro. Ya no en busca de sí mismo, sino ansiando el bien del amado, lo que lo lleva a estar dispuesto al sacrificio y la renuncia.

En síntesis, me doy cuenta que el común denominador de todos los yerros y caricaturizaciones del amor, tienen su raíz en la despersonalización del amor. Pero ¿si el amor es personal? ¿cómo se puede despersonalizar?. Precisamente cuando no se ama a la persona por lo que es, sino por lo que me reporta, por la gratificación recibida. En este sentido el feminismo mal entendido y el bombardeo de una publicidad erótica han hecho de la mujer “un objeto” y el varón también se ha cosificado. El se pierde en la soledad de su ser al no ver en la mujer su complemento, como su compañera, sino como un objeto de uso y desecho. Esta “cosificación” de la mujer es una de las causas principales de la violencia doméstica, especialmente en nuestro país.



La madurez afectiva, Francisca Quiroga

[2] “El amor”, en Las virtudes fundamentales, Josef Pieper, cit., p 446

[3] La esencia del amor, Hildebrand, D. von

[4] Fundamentos de antropología, Ricardo Yepes Javier Aranguren.

[5] Familia sé lo que eres, Tomás Melendo

[6] Antropología Filosófica, Juan Fernando Sellés

[7] cfr. Antropología filosófica, Juan Fernando Sellés.

[8] cfr. Benedicto XVI carta encíclica Deus Caritas Est.

[9] ídem.

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