19/8/09

¿Cómo me distancié de mi cónyuge?

1. Las consecuencias de negar el propio ser

Quien no acepta a Dios, no sólo se aleja paulatinamente de El, sino que se desconoce a sí mismo como la persona que es y está llamada a ser. Se torna incomprensible o absurda para sí y esta ceguera es compatible con la desesperación y la tristeza, y la

manifestación en la vida natural de ello, es cargar con una vida angustiosa, carente de sentido. La persona que uno es sólo se conoce en coexistencia con Dios, porque como persona nadie es producto de sus manos, ni de sus padres, ni de la sociedad, etc.

No verse a sí mismo en correlación personal con Dios es admitir la ignorancia de la intimidad. Esa ignorancia lleva a considerar a cada quien como un fundamento

independiente y aislado, lo cual falsea la coexistencia con las demás personas. No aceptarse uno como la persona que es y que se está llamado a ser, y consecuentemente no responder a tal proyecto, tiene una implicación relacional, porque tampoco aceptará a los demás como son. Esta es la actitud que se describe como soberbia. Esta acarrea un falso y deteriorado conocimiento del mundo, una voluntad débil, y lo que es peor aún, una ignorancia acerca del sentido de la propia vida personal y de su trascendencia, y una imposibilidad de amar, pues esa vida y esa visión del mundo, se vuelve absurda, porque no se puede amar lo que no se conoce. El sentimiento interior es la tristeza personal. Es lo que hace el amor y la comunicación un imposible. Al final acaba despersonalizándose, agostando definitivamente su sentido personal, puesto que libremente no quiere asumir quien es.

Podemos preguntarnos ¿cómo se forja el mal? Por ejemplo, para despreciar uno tiene que emplear su inteligencia, pues debe criticar, juzgar negativamente, y debe emplear asimismo su voluntad, pues rechaza el bien real ajeno. Si se encausa la inteligencia y la libertad por esos derroteros es porque uno libremente quiere. Entonces, el mal de la inteligencia se adquiere juzgando de modo contrario a como son en realidad las cosas. Así, si uno piensa que todo es opinable falsea su inteligencia, pues ésta anhela la verdad y sólo en orden a ella crece; si uno es crítico respecto de todo, la inteligencia se estanca, no crece, gira siempre en el mismo plano horizontal, deja de anhelar más verdad y se aburre. De modo que no parecen muy acordes con la naturaleza de la inteligencia humana las discusiones empecinadas, las disputas, las rencillas, la “opinionitis”, el relativismo, el zanjar prematuramente la deliberación sin sopesar suficientemente los pros y contras de una acción.

El mal de la voluntad se adquiere no queriendo que tal o cual bien real que existe sea tal como es, sino de otra manera, es decir, inventando otro orden de jerarquía en los bienes reales, por ejemplo, no querer que la promiscuidad sea inconveniente para la naturaleza humana; querer que la profesión valga más que la familia, el cónyuge o los hijos, etc. No, lo real está jerárquicamente ordenado según una escala hegemónica de bienes, siendo así que la distinción entre ellos consiste en que unos son superiores a los otros. Relegar esa escala real a una cuestión de gustos, caprichos, o manías, es falsear la voluntad. Pero quien pierde es el que comete esos atropellos, porque la falsedad de su voluntad, al igual que la de su inteligencia, queda en él; eso es un mal más grave que el que se produce externamente con unas acciones cometidas carentes de sentido.

El conocimiento del actuar de las potencias superiores nos debe motivar para que libremente queramos evitar meternos en “razonadas sin razones” que drenan la comunicación en la familia, con el cónyuge, los hijos y cualquier tipo de relación personal. Por eso resulta imprescindible una correcta antropología, puesto que una sociedad que menosprecia el conocimiento de la raíz y el fin último del ser, acaba por disolver, en la teoría y en la práctica el fundamento mismo de la excelencia de la persona humana. Luego, “el deterioro de la familia es una consecuencia ineludible del menosprecio del ser”.[1]

2. El amor es personal y personalizante.

a. “Cuando me elegiste, salí del anonimato”

“La caridad no la construimos nosotros; nos ha invadido con la gracia de Dios; porque El nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Luego, estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre”[2].

Una de las experiencias que difícilmente alguien olvida es la primera vez que cae en la cuenta que Dios es Padre, un Padre personal, “mi Padre”. Porque la relación con Dios te saca del anonimato; ahora existe la certeza de la cercanía de Dios, Dios se ha fijado en mí y me ha escogido. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, cuenta como esa experiencia suya sucedió en un tranvía, y cómo repetía como loco, Abba Pater, Papá Dios. Sin duda que muchas personas pueden contar su propia historia al respecto con gran cantidad de matices, pero el común denominador será siempre haber experimentado una cercanía particular y personal.

Esta experiencia es la misma, -en vista de que solo tenemos un corazón para amar a Dios y a los hombres-, que la de los enamorados. Recuerdo la primera vez que presentaba a mi novio –hoy mi esposo- a mis abuelitos, yo salí de la casa para encontrarlo entre la multitud que caminaba por las calles. Aquel rostro que parecía “borrado” entre la multitud, ahora resulta único, singular, irrepetible. No es un rostro cualquiera, es el de la persona que amo, puedo intuirla desde la lejanía, por su manera de caminar; conforme se acerca, se incrementa la seguridad, es él, por su contextura; y al final, no me cabe la menor duda, es él…su cara, su sonrisa, sus ojos, su voz!. Conforme vamos conociendo mejor a quien amamos, el amor va siendo cada vez más personal. Deja de ser un ideal, y empieza a ser real. Jamás olvidaré la vez que estaba necesitando de la ayuda de mi esposo, era una madrugada y el niño no se dormía. Ahí estaba yo batallando, mientras él dormía plácidamente. Luego pensé, ¿qué pasó con el hombre servicial con el que me casé? ¿dónde se fue?, la respuesta me llegó como una gran luz, “está aquí, no te casaste con un ideal, es un hombre de carne y hueso que debe salir a trabajar mañana!”, ésta fue una luz que me ayudó muchísimo para afrontar con un realismo optimista mi vida de esposa y madre. Es también la experiencia de las madres que ven a sus hijos recién nacidos, todos sus rasgos quedan como grabados con un sello, en la retina de su alma. Ese rostro no se podrá olvidar jamás. El hijo dejó de ser la imagen de un ultrasonido, y se convierte en la imagen de un ser único, irrepetible, de carne y hueso, real. Se podría describir esta experiencia como la de un encuentro.

En el matrimonio decimos que hay un encuentro, cuando existe un entretejido de dos realidades que se enriquecen mutuamente. Yo tengo unas posibilidades de explicar una cuestión. Y tú otras. Yo te ofrezco las mías y tú a mí las tuyas. Ambos las recibimos activamente y creamos un diálogo. Este diálogo es un encuentro. Y las condiciones para que exista el encuentro son: la apertura de espíritu, generosidad, afán de compartir, voluntad de crear algo en común. Recibir las posibilidades que el otro me ofrece supone de mi parte, capacidad de estar a la escucha, sencillez para admitir que soy menesteroso y necesito colaboración.[3] Es saber que mi vida no sería la misma sin tu vida. No es una yuxtaposición de realidades, como la del “ratón” sobre el escritorio. Es un encuentro entre personas, donde cada persona es amada por lo que es.

b. El amor maduro.

Existe un encuentro inicial con la persona de la que nos enamoramos, alguien que es único, irrepetible, que se convierte en mi proyecto personal de vida. En el caso del eros, la persona de la que nos enamoramos es atrayente, en su feminidad o virilidad. En primer lugar, enamorarse es algo que a uno “le ocurre” sin previo aviso, o sin que uno se hubiese dado cuenta de que estaba pasando: es algo gratuito, es decir, no elegido, no merecido y “gratis”, regalado (la persona amada es vista como regalo). La “chispa” que surge en el enamoramiento es algo así como “somos un regalo el uno para el otro”. Enamorarse es gratuidad inmerecida: se me da el otro, y yo me doy a él.[4] Es decir, “dónde estabas todo este tiempo”. Existen tres sentimientos iniciales: conmoción, alegría y amor. La felicidad proviene de descubrir que el sentido de nuestra existencia es la afirmación del otro y nuestro unión con él. Cuando esta fase de conmoción inicial pasa, es importante que exista un conocimiento más profundo de ambos, que tendrá como resultado no querer separarse del amado. En esta fase, llamada noviazgo, uno va sopesando las posibilidades reales de unir las vidas en una sola, puede que se concrete o no, por eso es importante el conocimiento mutuo. Me sorprende mucho que los jóvenes novios hoy en día, no hablan, van al cine, ven una película en la casa, pero no se conocen en realidad. Yo recuerdo haber compartido con mi marido, cuando éramos novios, un libro sobre la familia, sobre las relaciones con los familiares, qué pensábamos de los hijos, etc. Debo reconocer que nada de los planes que hicimos fue como los esperábamos; tuvimos dos hijos, y enfrentamos la muerte de tres, y luego no pudimos tener los ocho hijos que habíamos soñado. Pero lo que sí permaneció fue el deseo de que nuestro hogar tuviera como fundamento el amor a Dios, y que de allí manara nuestra entrega y fidelidad mutua. Conocer lo que pensábamos en este sentido fue de vital importancia.

En el propio enamoramiento se contiene ya lo esencial del amor específico con que un hombre y una mujer se sienten llamados a amarse. Ese amor, incoado como eros, se realiza y expresa como amor conyugal, y las dos notas esenciales que contiene desde el inicio son la exclusividad y la perpetuidad, el “uno con una” y el “para siempre”. Es un amor que ama a la otra persona, como tal, por ser quien es, a través de su sexualidad; y se da en tanto que el otro corresponde de la misma manera, con la donación de la propia persona y de la propia y complementaria sexualidad. Respecto a la exclusividad, no son necesarias muchas explicaciones, pues nadie que ame en serio a su enamorado tolera a un “tercero” en su relación. Si se ama a un ser humano se le ama entero, no se le puede dividir en partes.

Hace unos días estuve conversando con unos amigos musulmanes, se presentó la oportunidad de hablar de la vida familiar dentro de su cultura. Al cabo de unos minutos, compartieron sin ninguna reserva, la conmoción que les ocasionó cuando su padre decidió buscar otra esposa más joven que su madre, para casarse con ella. Ellos están convencidos, de que el amor es exclusivo y para siempre, lo que prueba que esas notas esenciales del amor, que son dos caras de la misma moneda, no son un invento de la sociedad occidental, ni un capricho de los católicos. Es de ley natural.

Solo el amor exclusivo y perpetuo es un amor total, y sólo el amor total llena de verdad a la persona.

El modo de realizar la exclusividad y la perpetuidad dista de ser automático o fácil. Es preciso edificar el amor conyugal sobre la voluntad, y no sólo sobre el sexo y el sentimiento afectivo. La vida sexual es sólo una parte del amor conyugal. Una vez oí a un sacerdote decir que la sexualidad es una puerta que se abre hacia fuera, y por ser puerta es sólo una parte de la casa; que además se abre hacia fuera porque no me busco a mí mismo sino la felicidad del otro. “Cuando se toma la vida sexual demasiado en serio, fácilmente decepciona. Cuando se toma con una pizca de ironía, como algo que no es oportuno o posible vivir siempre y de cualquier modo, y por lo que no merece la pena cargarse de excesivas preocupaciones, entonces es cuando empieza a ser satisfactoria, porque es desinteresada. El eros nunca pierde la actitud contemplativa hacia la persona amada: la admira aun en su debilidad y en sus momentos menos “seductores” (cuando el otro envejece, está cansado, engorda…). Es más, cuando estos momentos llegan, la ama aún más, o al menos la sigue amado, e incluso la socorre: le “presta” su fuerza propia”.[5] El amor como gozo deja de serlo si no se convierte en el amor como tarea.

Si no aprendemos a convivir con quienes amamos, enseguida dejaremos de amarlos. La convivencia con ellos no puede ser un continuo placer, y en ocasiones está llena de detalles prosaicos que un idealismo mal entendido puede hacer olvidar. El idealismo de un amor despersonalizado. Pero hay un ideal que debemos cultivar, el ideal de ser mejores. Ese ser mejores, no está en función de uno mismo, sino en función de los demás. Se ejercita la paciencia, para hacer al otro la vida más agradable, la tolerancia, y el buen humor; la humildad, para saber pedir perdón; el servicio, como manifestación de la entrega, el orden, etc. Así resulta agradable la convivencia en la familia. Las virtudes no son actos que se improvisan, requieren esfuerzo, y deseos de comenzar y recomenzar cada día, a cada momento. Por sobre todas las virtudes, está la caridad, es con el amor que se llega a ser el artista clarividente que ve en el bloque de mármol, la más bella figura humana, sólo así podemos descubrir y trabajar en el otro para hacer de él una mejor persona. Pero el amor “no trabaja sólo”, viene con la esperanza y la fe, no podemos desligar éstas virtudes de nuestro quehacer educativo, en el hogar y en el aula. El cónyuge, los hijos y los alumnas, incluso nosotros mismos, necesitamos creer que se puede, necesitamos contar con la confianza de aquellos que amamos y la esperanza que nos anima a comenzar una y otra vez sin desanimarnos.

El amor hace posible disculpar los enojos del otro hasta el punto de decir “es que no es él, cuando se enoja”, porque sabemos que es sólo un episodio aislado, porque lo conocemos y sabemos cómo es realmente. Es la caridad la que nos impide que los defectos tomen la delantera sobre las cualidades de nuestro cónyuge y también de nuestros hijos. El que ama busca cómo dar lo mejor de sí al otro en cuanto otro. Por eso el que ama sólo busca amar al otro como él necesita ser amado, y no como yo quisiera amarlo. Una verdad que a veces se descubre con las lágrimas de la renuncia, pero que buen sabor a tierra fecunda!, no pasa nada y no se hace drama, porque ahí está la simiente del amor maduro.

Sólo así se es capaz de impulsar la voluntad para que quiera querer en los momentos difíciles. Esa cualidad “elástica” de la voluntad, que hace que ella vuelva sobre su propio acto de querer, es la que nos ayuda a tener una actitud de agradecimiento y a mantener viva la llama del amor. Es la que evita llevar una contabilidad de “yo te he dado y tú no”. La que nos ayuda a recordar por qué nos enamoramos del cónyuge y por qué quisimos quererlo para siempre. Además refuerza la decisión de mantenernos en el barco a pesar de la tempestad. La fidelidad solo es capaz de demostrarse en el tiempo, y para ello es necesaria la perseverancia. La entrega de la propia persona representa la más realista culminación del amor.




[1] Familia sé lo que eres, Tomás Melendo

[2] Amigos de Dios, Josemaría Escrivá de Balaguer

[3] El amor humano, Alfonso López Quintás

[4] Fundamentos de antropología, Ricardo Yepes/ Javier Arangueren

[5] Fundamentos de antropología, Ricardo Yepes/ Javier Arangueren

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